José Sanín

Estoy sentado tomándome un café y comiendo galletas con mermelada y mantequilla de maní después de la caminata en la que he pateado piedras y pensado en cosas varias que están rondando por ahí. Miro por la ventana los carros y buses que van rápidamente y ahí va el C131, mi bus de confianza, que pasa por un cráter que se ha formado en la carretera y muele los escombros con los que han recubierto el hueco. Pienso que debo empacar la bolsa especial para, más tarde, cuando salga hacia el centro, ir a recoger un poco del polvo de ese cráter, pues lo necesito para algo que tengo la intención de formar.

He pedido a mis amigos recolectar polvo de sus hogares y de los lugares que suelen transitar para sumarse al cometido.

Hemos recolectado polvo de la sala, el comedor, el baño, la calle, el jardín, la obra en construcción pero sobre todo del suelo de las cocinas. En la acumulación se cuelan pedazos de hojas, cáscaras de huevo y muchas otras cosas que llegan al piso. Comprimimos el polvo y lo suspendemos en una amalgama que incluye basura, yeso, pegamento, caseína y cera de abejas. Todo esto resulta en una masa rocosa que es pulida y lustrada. Con ella configuramos un lugar que es muchos lugares a la vez, hecho de lo que va sobrando, lo residual, lo indescifrable, lo especulativo y por ello cargado de energía potencial.

Una ruina, pero nueva, una roca recién ensamblada. Un lugar con cierto tono sobrenatural.